El castillo de Chichén Itzá


El castillo de Chichén Itzá, la pirámide de Kukulkán de la que os hablaba hace pocas semanas coincidiendo con el descenso de la serpiente emplumada, sigue ocultando secretos. Desde 1930 se sabía que el templo principal de esta antigua ciudad maya yucateca albergaba una segunda pirámide en su interior, pero ahora, profesionales del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México han constatado que existe una tercera construcción en sus entrañas.

El hallazgo obedecería a que esta pirámide fue construida en tres fases diferentes. La parte descubierta recientemente pertenecería a la época de los “mayas puros”, entre el 500 y el 800 a. C. Posteriormente, cuando los templos crecieron convirtiéndose en importantes centros de estudio astronómico, se habría ampliado esa primera estructura con las dos posteriores, hasta llegar a la construcción que conocemos hoy día. Esta última pirámide, según los expertos, fue edificada como marcador astronómico y permitía a los mayas ajustar el calendario anualmente.

Según el arqueólogo Ismael Arturo Montero, autor de El Sello del Sol en Chichén Itzá, el castillo funcionó «como observatorio que marcaba el ‘eterno retorno’ del astro», lo que demuestra que los mayas contaban el tiempo más allá de la existencia humana, estableciendo periodos de larga duración. «El ‘eterno retorno’ tenía como punto prominente la posición del Sol sobre el horizonte para el día del paso cenital; a este suceso se sumaban los solsticios y los equinoccios, además de otras fechas señaladas en el calendario ritual. Este conocimiento era indispensable para sincronizar los ciclos agrícolas con las temperaturas de lluvia y sequía», en palabras del experto.

Aplicando técnicas de tomografía eléctrica tridimensional, los responsables de este hallazgo han averiguado que en este centro espiritual primigenio había una escalinata y una especie de altar, un adoratorio. No se trata del único gran descubrimiento del Instituto de Geofísica de la UNAM relacionado con uno de los monumentos más conocidos del mundo, como es el castillo de Chichén. Hace dos años apuntaron a que este templo se alzaba sobre un cenote sagrado de 25 metros de diámetro. Los cenotes, para los mayas, eran lugares especiales, enclaves horadados en la roca, llenos de agua y destinados a las ofrendas y, también, a los sacrificios humanos. De hecho, según los expertos, la pirámide de Kukulkán constituiría un cosmograma cuyos cuatro puntos cardinales estarían alineados con algunos de los cenotes sagrados de los mayas.

El cenote sagrado de Chichén Itzá

Quien recorre el camino que separa la pirámide de Kukulkán del cenote sagrado de Chichén Itzá siente que está peregrinando hacia la oscuridad. No importa que ese sendero esté invadido, a ambos lados, por puestos de souvenirs con vendedores que acechan y acosan con su mercancía al visitante; más aún si sabes la función que para los antiguos habitantes de esta joya arqueológica tenía este pozo de agua dulce abastecido por corrientes subterráneas. Uno más de los estanques naturales que la erosión del suelo ha formado en la península de Yucatán y que fueron utilizados por los mayas como espacio sagrado.

Con aproximadamente 56 metros de norte a sur y unos 59 de este a oeste, el principal cenote de Chichén Itzá tiene una profundidad de unos 17 metros hasta el fondo, imposible de divisar ni de intuir por la celosa protección de 20.000 metros cúbicos de agua verdosa, preñada de algas. Según cuentan, a veces se teñía de rojo sangre debido a la coloración de un alga microscópica, lo que causaba el pánico entre los antiguos moradores del lugar. Asomarse al borde del cenote produce vértigo. Los 22 metros que separan la parte superior del agujero de la zona acuática son espacio aéreo libre para decenas de preciosas aves exóticas.

Un importante aspecto de la religión maya giraba en torno a este lugar. En este enclave se habrían hecho profecías y predicciones de futuro. El oráculo era el propio cenote, donde se habrían sumergido tanto adultos como niños. Algunos desaparecidos para siempre en su profundidad y otros retornados de una muerte segura. Los que volvían, según apuntan algunos estudiosos, lo habrían hecho con un mensaje procedente del oráculo. Su supervivencia habría venido de la mano de la profecía.

Chaac, el dios de la lluvia

El cenote era terreno del dios Chaac, dedidad maya del agua y de la lluvia. En la zona yucateca cobraba especial importancia por la carencia de grandes fuentes fluviales. Él habitaba en las puertas del inframundo, que no eran otras que los cenotes.

A sus aguas arrojaban distintas figuras -joyas de oro, anillos, brazaletes, estatuillas de plata y cobre, muñecas de caucho, etc.- con el fin de obtener su favor. Arqueólogos e investigadores de distintas épocas han podido recuperar algunas de estas ofrendas lanzadas al cenote de Chichén Itzá, topándose con la sorpresa de que algunos objetos metálicos procederían de puntos tan distantes como Guatemala, Panamá, Honduras o Colombia. Otros, por su lado, serían de mucho más cerca, del valle de Oaxaca, México o Tabasco.

Sacrificios humanos


Según expone Román Piña Chan en su libro Chichén Itzá, la ciudad de los brujos del agua, “en este pozo han tenido y tenían entonces costumbre de echar a hombre vivos en sacrificio a los dioses, en tiempo de seca, y pensaban que no morían aunque no los veían más. Echaban también otras muchas cosas de piedras de valor y que tenían preciadas. Y así, si esta tierra hubiera tenido oro, fuera este pozo el que más parte de ella tuviera, según le han sido devotos los indios. (…) Tiene encima de él, junto a la boca, un edificio pequeño donde hallé ídolos hechos a honra de todos los dioses principales de la tierra, casi como el panteón de Roma y hallé leones labrados de bulto y jarras y otras cosas que no sé cómo nadie dirá que no tuvieron herramientas estas gentes”.

La construcción que cita Piña Chan, junto al cenote tenía, al parecer, dos habitaciones, una de ellas dedicada a baño de vapor para purificar a las víctimas de los sacrificios. Junto a él, una plataforma se extendía hasta el borde del pozo, establecido como lugar desde el que eran lanzadas las ofrendas humanas al cenote. “En esta plataforma se ven piedras labradas semejantes a las de los paneles del Juego de Pelota, que fueron vueltas a usar en esta plataforma; ello indica que la práctica de los sacrificios en el cenote fue tardía, aunque con anterioridad se hacían ofrendas al dios del agua”, se recoge en el citado libro.

En la desaparecida revista Karma 7, el inolvidable estudioso Màrius Lleget publicó un reportaje sobre este cenote de Chichén Itzá. “Según datos muy fidedignos, los mayas efectuaban sacrificios humanos al dios de la lluvia, eligiendo para el caso a niñas y doncellas que echaban vivas al interior del cenote; pero antes las colmaban de ricos regalos, que es lo que han descubierto las modernas prospecciones”.

En 1960 una expedición consiguió explorar todo el fondo del cenote, hallando, además de miles de objetos, “esqueletos humanos…¡que llenaron dos metros cúbicos de osamenta! Pablo Bush Romero, director de la expedición, calculó en 250 el número de víctimas sacrificadas en aquel lugar, siendo niños y niñas la mayor parte, lo cual reforzaba la leyenda de las jóvenes vírgenes inmoladas al dios del agua y de la lluvia”, expuso. Añadía Lleget, en otro texto, que “De todos modos los mayas no echaban a sus víctimas sin pensárselo dos veces. Primero, vertían en las turbias aguas del negro fondo, incienso, semillas y conchas a profusión, y si el dios no se mostraba propicio con estos presentes, iniciaban una segunda fase, echando al agua objetos más codiciados, como estatuillas de cobre o de oro, y finalmente, lo que más apreciaban: collares de jade. Tan solo cuando el exigente Chaac se mostraba extremadamente duro, los sacerdotes ordenaban que se procediera a los sacrificios humanos”.

Màrius Lleget se hacía eco del miedo que el dios Chaac sigue generando entre los indígenas hoy día. A finales de los 60 una expedición norteamericana hasta estas aguas sagradas sufrió, según explicó Lleget en Karma 7, una serie de percances, tales como “un ciclón y grandes incendios en los bosques circundantes, que crearon un estado de ansiedad entre los indios de la región”. En estas circunstancias, explica que “se produjeron cuatro importantes bajas entre los expedicionarios: el piloto de la expedición, junto con dos arqueólogos y el financiador de la operación, el norteamericano Kirk Johnson».

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